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El susurro sagrado del colibrí: mito, vuelo y luz detenida en una fotografía

Recuerdo con claridad la primera vez que vi a un colibrí. No era solo un ave diminuta posada en un jardín; era un relámpago vivo que atravesaba el aire. Se movía en todas direcciones, como si desafiara las leyes del tiempo y del espacio: hacia adelante, hacia atrás, suspendido en el vacío, invisible por su velocidad y, sin embargo, presente como un destello fugaz. Ese día comprendí que no todos sus vuelos eran iguales. Algunos no son solo desplazamientos: son poesía en movimiento.


Mis fotografías a estas diminutas aves nacen de esa fascinación inicial. Cada vez que levanto la cámara y busco a un colibrí entre las ramas, siento que me acerco a un misterio. El obturador se convierte en un acto de reverencia: detener lo que por naturaleza es fugaz, guardar en la memoria visual aquello que parece imposible de capturar


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El colibrí en Chile y en las raíces de América


En nuestro país, el colibrí conocido popularmente como picaflor es un habitante discreto de los valles, los bosques y las quebradas. Entre los pueblos originarios de Chile, su aparición era signo de vitalidad y equilibrio, un recordatorio de que la naturaleza tiene sus propios guardianes.Algunas creencias lo vinculan con la esperanza y con la fuerza del renacer, como si cada batir de alas fuera un latido compartido con la tierra misma. Otras creencias lo vinculan a la visita de un ser querido.


Pero el colibrí no pertenece solo a Chile: es un símbolo latinoamericano. De hecho existen entre 340 a 360 especies en Latinoamérica.


En la cosmovisión Inca, se le otorgaba un papel sagrado: era el mensajero entre los mundos, capaz de llevar las plegarias de los hombres hasta los dioses y de traer de regreso la respuesta de los ancestros. Los incas lo asociaban a la eternidad, pues, a pesar de su tamaño diminuto, parecía contener la fuerza del sol.


Más al norte, entre los mexicanos, encontramos uno de los vínculos más poderosos: Huitzilopochtli, el dios de la guerra y del sol, llevaba en su propio nombre al colibrí  “el colibrí zurdo” o “colibrí del sur”. Para ellos, este pequeño viajero no solo era un ser luminoso, sino un guerrero que, aun en su fragilidad, portaba la fuerza de un ejército.En los Andes y Mesoamérica, existía también la creencia de que las almas de los guerreros caídos podían reencarnarse en colibríes, regresando al mundo de los vivos como emisarios brillantes que recordaban el valor y el sacrificio.


Y entre los mayas, el colibrí fue creado por los dioses a partir de una flecha diminuta cubierta de plumas. Era el mensajero del amor, el encargado de llevar los pensamientos y deseos entre dos personas. Aquel que veía un colibrí cerca podía sentir que un mensaje del corazón le había sido entregado.




Texturas de un milagro

Cuando los observo, entre los jardines silvestres o en los bordes de un bosque cordillerano, me asombra la riqueza de sus colores: verdes que parecen brotar de la misma savia de los árboles, rojos rubíes y anaranjados como brasas que titilan al sol.En cada fotografía, intento revelar que el colibrí no es solo un ave: es un destello de textura y luz, una joya viviente que la naturaleza nos regala por unos segundos.

El vuelo del colibrí es un misterio que la ciencia admira: sus alas laten hasta 80 veces por segundo, su corazón puede llegar a 1.200 pulsaciones en un minuto, y, sin embargo, lo que vemos no es esfuerzo, sino gracia.Verlo alimentarse de una flor es como contemplar un ritual: una danza de vida entre el ave y el néctar, entre el movimiento y la quietud.



El colibrí como inspiración

Quizás lo que más me conmueve es cómo distintas culturas de Latinoamérica han sabido reconocer en el colibrí un espejo de lo humano.Su pequeñez nos recuerda que la verdadera fuerza no se mide en tamaño, sino en intensidad.Su vuelo incansable nos habla de resiliencia, de la capacidad de buscar siempre la flor oculta, la belleza escondida, aun en medio de la adversidad.Su presencia inesperada se convierte en señal, en anuncio, en regalo.


Para mí, como fotógrafo, cada encuentro con un colibrí es también un aprendizaje: detenerme, respirar, observar con paciencia y esperar el momento exacto. El colibrí me ha enseñado que la belleza no se impone, se revela. Que lo sagrado no está en lo grandioso, sino en lo diminuto, en aquello que casi se nos escapa si no aprendemos a mirar con atención.


Mensajeros de esperanza


Dicen que cuando un colibrí se acerca es porque trae un mensaje del más allá. Que los ancestros se hacen presentes en su vibración, que el amor perdido regresa disfrazado de plumas iridiscentes, que la esperanza se anuncia en su vuelo breve y luminoso.Yo quiero creerlo. Cada vez que levanto mi cámara para fotografiarlos, siento que la naturaleza me está hablando, que me confía un secreto para ser compartido a través de mis fotografías.


El colibrí no solo vuela: susurra. Nos recuerda que la belleza puede ser fugaz, pero su eco perdura. Nos enseña que incluso lo más pequeño puede contener el universo entero. Y en cada destello de luz detenido en mis imágenes, intento ofrecer esa misma verdad: que en el corazón vibrante de un colibrí late, de alguna forma, la memoria de toda América.



Cada colibrí que se cruza en mi camino me recuerda por qué elegí la fotografía: para detener lo efímero, para transformar un instante en memoria, para dar forma a lo invisible. Desde Chile, con mis lentes, busco que cada imagen sea más que un retrato: un puente entre la naturaleza y el espíritu, entre el mito y la emoción.


Cuando congelo en una fotografía el aleteo imposible de un colibrí, siento que no solo estoy guardando una imagen, sino también un suspiro de la tierra, un mensaje de quienes nos antecedieron y un canto de esperanza para quienes vendrán.


En cada picaflor retratado late mi pasión, mi país y mi deseo profundo de detener el tiempo, un instante de la luz y aprendamos a ver en lo pequeño la grandeza del universo.


Pablo González Vera


""Espero que hatas disfrutado de este Post""

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